La doctora en Ciencias Sociales, Pilar Calveiro, sostiene que las memorias son un ejercicio y que no pueden ser neutrales Pero sí pueden ser funcionales o resistentes al poder. Las memorias son activas porque disputan el pasado pero también el presente y el futuro. Los sentidos políticos y culturales que se les den a esas memorias serán la hoja de ruta que guíe a una sociedad, especialmente, en tiempos difíciles. Si la memoria es un ejercicio entonces en la memoria hay acción, lejos de ser un ente abstracto toda memoria colectiva tienen sus distintos usos en la vida cotidiana.
Dicho en otras palabras, no es lo mismo si en una sociedad predomina el Nunca Más o por el contrario se instala el negacionismo. No es lo mismo si el Ni Una Menos cobra cada día más potencia para luchar contra las desigualdades de género a si queda apagado por renovados discursos y acciones misóginas.
En ese sentido, tampoco es lo mismo si el grito “Que no se repita” es un faro para concientizarnos y cuidarnos o si lo que se impone es el olvido. No es lo mismo que haya una reparación integral a los sobrevivientes y familiares de las víctimas a que el Estado no asuma su responsabilidad o lo haga a medias. Tampoco lo es que Cromañón se convierta en un espacio para la memoria histórica a que la expropiación del inmueble quede abandonada. Es en estas situaciones concretas donde la memoria se hace presente y cobra un protagonismo ineludible.
Por eso, a 20 años de Cromañón, es clave volver a situarnos en qué tipo de sociedad éramos en aquel momento y sobre todo qué tipo de sociedad somos luego de aquel 30 diciembre y cuál podríamos ser.
¿Cómo se concebía a las juventudes en ese entonces? ¿Por qué se estigmatizaba al “rock chabón” y a “la cultura del aguante”? ¿Qué tipo de Estado predominaba? ¿De qué manera las juventudes sufrían distintos tipos de violencia institucional? ¿ Por qué la precariedad se le imponía a millones de jóvenes abandonándolos a su suerte sin redes de contención? ¿Ha cambiado algo en estas dos décadas ? ¿Cuáles son las principales huellas que viene dejando el movimiento Cromañón en nuestra sociedad? Podemos seguir abriendo preguntas pero con las que hemos planteado es un primer paso para repensar Cromañón, y por lo tanto repensarnos a nosotros mismos.
La tragedia de Cromañón se produjo en una sociedad que estaba en pleno proceso de transición. Una sociedad que se alejaba de muchos de los valores que habían sido predominantes en los 90’. Fueron tiempos en los cuales se ponía en evidencia varias de las consecuencias que trajo el neoliberalismo en nuestro país como la precarización, la terciarización, el desempleo y la exclusión social. A su vez era una sociedad en la cual el estallido social del 2001 seguía latente. Todavía se procesaban aquellas jornadas del 19 y 20 de diciembre que dieron una vuelta de página en la historia argentina.
Las asambleas barriales, los espacios colectivos que buscaban construir desde la “horizontalidad”, los conflictos emergentes en torno a nuevas formas de representatividad y la apropiación de las calles como territorio de disputa fueron elementos significativos que marcaron un cambio de etapa. Una etapa nueva, difusa e hiperdinámica en la cual el “que se vayan todos” comenzaba a reconvertirse en otras demandas y el conflicto social encontraba parte de su cauce en la institucionalidad y otra parte seguía su curso de forma subterránea. Era una sociedad que se animaba a reconstruir cierto tejido social luego de un 2001 que puso en la escena pública demandas hasta ese momento fragmentadas y en muchos casos invisibilizadas.
Es necesario hacer este recuento porque el “rock chabón” y “la cultura del aguante” son parte de esta trama social. Lejos de ser ese rock una cultura de la “fisura” y la “autodestrucción” como se lo presentaba en muchos medios, por el contrario, era una cultura que configuraba espacios de pertenencia, comunidad y creación. La cultura del aguante no se limitaba a ser “la futbolización del rock” sino que suponía elegir estar entre pares para aguantar una precariedad, a veces explícita y otras silenciosa que se incrustaba en el quehacer diario de gran parte de la población. Miles de jóvenes muchas veces eran ignorados por una sociedad profundamente adultocéntrica. Jóvenes que laburaban, militaban, creaban, participaban en espacios culturales, estudiaban y elegían ser parte de rituales musicales para encontrarse con otros, para transitar colectivamente una realidad adversa.
Y en este punto conviene poner la lupa….
Ni las bengalas ni el rock & roll…..
Argentina es un país que está atravesado por profundas desigualdades, constitutivas y estructurales, de diversos orígenes y características. Desigualdades, distributivas, étnicas, territoriales, de género y etarias. Es esta última la que nos interesa indagar. Cuando hablamos de desigualdad etaria hacemos referencia a que un sector de la sociedad solo por su condición biológica tiene una posición dominante con respecto al resto de los grupos etarios.
El concepto de adultocentrismo es pertinente para dar cuenta de esta injusta situación, justamente porque implica que el adulto solo por el hecho de serlo tiene mayor poder de decisión que cualquier joven. Aunque las juventudes representan más del 30% de la población pareciera que solo se las invita para ser una voz autorizada en el futuro pero subordinada en el presente. Una suerte de ciudadanos de segunda.
El adultocentrismo supone una sociedad que gira en torno solo de una franja etaria, lo cual conlleva a que esa sociedad sea incapaz de establecer un diálogo intergeneracional. A su vez el adultocentrismo es un práctica social peligrosa ya que legitima distintos tipos de violencias, prejuicios, odio y estigmatizaciones hacia las juventudes, especialmente cuando intervienen en el quehacer colectivo y protagonizan diversos espacios. Por ejemplo, distintos tipos de violencia institucional como las detenciones arbitrarias y en caso más extremos el gatillo fácil, suelen ser parte de estas prácticas que habilita el adultocentrismo.
Pero el adultocentrismo también configuraba una mirada prejuiciosa y reduccionista sobre el “rock chabón” y la “cultura del aguante” en la cual sólo se concibe a un tipo de joven. Aquel que busca autodestruirse, evadirse y traspasar los límites con acciones temerarias e irresponsables. Por supuesto, que muchas de las prácticas de la "cultura del aguante” se pueden y se deben cuestionar.
Sin embargo, el problema es que esta mirada, al ser reduccionista, oculta o deja en un segundo plano la precariedad extrema que sufrían muchos de los jóvenes, las limitaciones de un Estado y de una sociedad para plantear otro tipo de oportunidades así como las propias violencias sean institucionales y/o parainstitucionales a las que eran sometidos. A su vez no pone de relieve gran parte de los valores positivos como la cultura del encuentro, la solidaridad o el ayudar al otro en situaciones difíciles. Incluso elegir la música no solo por una cuestión de gustos artísticos sino como una forma de construir lazos comunitarios.
Pero lo más inquietante es que luego de aquel 30 de diciembre estas narrativas y prácticas adultocentristas se potenciaron a tal nivel que en numerosas ocasiones terminaban revictimizando a las víctimas. Un repertorio de estigmatizaciones que existían antes de Cromañón y que luego se las colocó como el principal foco de atención, dejando así de lado cuestiones centrales como la corrupción. Poniendo, por ejemplo, en un segundo plano la trama de negociados entre empresarios de la noche , funcionarios y fuerzas de seguridad que eran una práctica habitual para obtener mayores tasa de rentabilidad aun a costa de sostener lugares sin habilitación o con irregularidades significativas.
Las semanas siguientes a Cromañón esta mirada condenatoria hacia los jóvenes se instaló en la agenda mediática y la conversación pública. El centro de la escena era encontrar “ a los que tiraron las bengalas”, obviando otras responsabilidades. Incluso se llegó al extremo de difundir la noticia falsa de que en los baños del local funcionaba una guardería.
Sin embargo, la respuesta frente a estos discursos violentos y simplistas fue un movimiento que empezó a crecer y a mostrar las otras caras de la tragedia. El movimiento Cromañón fue la reacción de familiares y sobrevivientes que fue escalando hasta volverse una respuesta social contra la impunidad. De a poco el movimiento pudo ir conectando a distintos actores sociales y elaborar una mirada alternativa a la que se imponía en los principales medios. Un mirada que desafiaba los múltiples estereotipos que etiquetaban a los jóvenes como “irracionales” y “autodestructivos”. Una mirada que proponía poner los ojos en los verdaderos responsables de la tragedia. Que planteaba confrontar abiertamente con un sistema de negocios corrupto y espurio, que se intensificaba al ser fomentado desde el mismo Estado naturalizando así prácticas que despojaron de protección a quienes debían ser protegidos..
Desde lo jurídico el movimiento logró acelerar los procesos judiciales y llevar al banquillo a los distintos responsables. Desde lo político promovió el juicio político y la destitución del entonces jefe de Gobierno de la Ciudad. Además incentivó varios espacios de participación asamblearia abiertos a la comunidad. Pero en esta ocasión nos interesa poner el énfasis en lo social, recuperar lo que implicó en términos sociológicos Cromañón en nuestro país.
Y en este punto conviene retomar lo planteado al principio. Si las memorias están en tensión y en disputas, sin dudas, el movimiento ha sido una voz que sigue vigente, que no solo nos recuerda aquella noche fatídica sino que continúa poniendo el acento en las causas que hicieron que Cromañón no fuera un accidente. Cromañón se podría haber evitado, por lo tanto, algo que se puede evitar nunca puede ser catalogado como accidental. Y desnudar esas causas es una condición indispensable para que no se repita.
Es romper con las lógicas que permiten que espacios no habilitados funcionen, lo cual implica romper con un modo de entender el cuidado, la protección y la fiesta. Es desafiar un status quo de negocios que perpetúa la impunidad.
Pero hay algo más… Y es que justamente se nos invita a reflexionar sobre qué tipo de lugar tienen las juventudes en nuestra sociedad. Nos permite cuestionar las narrativas estigmatizantes que luego habilitan prácticas agresivas para después relativizar sus consecuencias. Nos posibilita interrogarnos acerca de hasta dónde la sociedad quiere tolerar la impunidad. Nos impide “ fingir demencia” sobre hechos trascendentales que cambiaron para siempre la historia nacional y que de no desarrollar una memoria colectiva que sea capaz de darles un sentido diferente pueden volver a repetirse.
Las memorias no son neutrales
Se cumplen 20 años, familiares de víctimas y sobrevivientes exigen que se cumpla la expropiación del local donde funcionaba Cromañón para convertirlo en un Espacio de Memoria. También presentaron un proyecto propio de "reparación integral y definitiva" que además de la cuestión económica pone el foco en fortalecer los programas vinculados a "la salud mental y la prevención de enfermedades asociadas al trauma, asegurando acceso continuo y prioritario a tratamientos médicos y psicológicos tanto a las víctimas beneficiarias del Programa de Salud como a su grupo familiar directo".
En cuanto a la inserción laboral, proponen "programas de capacitación, empleo protegido y acceso prioritario a servicios educativos, adaptados a las necesidades específicas de las víctimas". Otro de los ejes principales del proyecto es sobre educación, en donde se prevén "acciones efectivas de inserción e inclusión educativa" como "becas, incentivos y ayudas económicas" para poder "iniciar o completar los estudios primarios, secundarios, terciarios y/o universitarios".
Dentro de los varios reclamos que se han llevado adelante en estos años, es interesante estos dos últimos. El primero porque convertir a Cromañón en un espacio de memoria, encuentro y participación es precisamente poner en la práctica en una cuestión concreta que las memorias no son neutrales. Las historias de las víctimas son también nuestras historias como sociedad. El segundo porque no disocia la reparación de justicia, sino que por el contrario amplía la noción de reparación a otros ejes como salud mental, capacitación y educación.
Una sociedad que olvida es incapaz de reparar, por lo tanto de ejercer justicia. La contracara al olvido es la memoria, pero no cualquier memoria… sino aquella que interpela, disputa, cuestiona y activa a una sociedad para que sea protagonista de su tiempo histórico.